La celebración del Centenario de la Independencia Mexicana fue el último gran acto de Porfirio Díaz. El mes de festejos empezó el primero de septiembre con la inauguración de La Castañeda, un asilo para enfermos mentales, dos días después se empezó con la construcción de la cárcel de San Jerónimo Atlixco y el día cinco se inauguró la estación sismográfica de Tacubaya. La ciudad estaba magníficamente iluminada. Recepciones, bailes, monumentos, música, banquetes, dedicatorias, desfiles militares, una gran procesión alegórica de la vida de la vida de México desde los días de Moctezuma hasta el emperador Iturbide. Por doquier había arcos florales, banderas, calandrias; cada ventana adornada con colores brocados, ricas colgaduras. Además de esto, dentro de los preparativos estuvo el desalojo de vagabundos y enfermos de las calles de la ciudad.
La exigencia para la festividad era tal que los guardias regresaban a las personas que no estuvieran bien presentadas. Un ejemplo de esto fue que se mandaron traer a las mujeres más atractivas del país, además de hombres de negocios extranjeros. Hicieron sus apariciones grandes y poderosas delegaciones de todo el mundo. Estados Unidos, Brasil, Argentina, Persia, España, Francia entre otros, asistieron e incluso dieron regalos al gobierno mexicano, que no escatimo en gastos de hospedaje, transporte y alimentación para sus visitantes. Entre los gastos para la celebración estuvieron un salón de baile, una orquesta de ciento cincuenta músicos, treinta mil estrellas eléctricas, veinte furgonetas de champaña y quinientos lacayos que sirvieron grandes cantidades de vino. Todos estos gastos parecían insultantes ante la realidad que se vivía por la desigualdad social, y no sólo por esto. La celebración del centenario mostró una faceta solitaria de Díaz quien no estuvo acompañado de sus más fervientes amigos y gente de trabajo como Limantour o Reyes. Ocho meses después se estaría yendo a Francia por motivo de su destierro.
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